Él me esperaba en el mismo banco de siempre, en aquel pedazo de fría piedra donde tantas horas habíamos pasado planeando un porvenir común que ya nunca llegaría.
-Vas a irte con otro, ¿verdad?- preguntó cuando me senté a su lado. No me miró: tan sólo mantuvo la vista concentrada en el suelo, en la tierra polvorienta que la punta de su zapato se encargaba de remover.
Asentí solo con un gesto.Un sí rotundo sin palabras. Quién es, preguntó. Se lo dije. A nuestro alrededor continuaban los ruidos de siempre: los niños, los perros y los timbres de las bicicletas; las campanas de San Andrés llamando a la última misa [...] Tardó en volver a hablar. Tal determinación, tanta seguridad debió de intuir en mi decisión que ni siquiera dejó entrever su desconcierto. No dramatizó ni exigió explicaciones. No me increpó ni me pidió que reconsiderara mis sentimientos. Sólo pronunció una frase más, lentamente, como dejándola escurrir.
-Nunca va a quererte tanto como yo.
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