miércoles, 2 de noviembre de 2011

El cementerio de los sueños rotos.



Cuando eso ocurre, se hace de noche. Quiero decir, no literalmente, claro, aunque la gente a menudo no lo entiende. Nadie siente que los coches se mueven más lentos, ni se da cuenta de cómo le han subido el volumen al silencio de las calles. Sólo somos capaces de ver cómo el sol agoniza en su lecho de muerte aquellos que acumulamos los nervios en la muñeca y apretamos en un puño un montón de sueños rotos como si fueran trozos de cristal haciendo sangrar nuestras heridas. Los que todavía son de carne y hueso no perciben las voces ajenas y, es más, todavía pueden escuchar la suya sin que se les antoje que no les pertenece. Nosotros, que estamos hechos más bien de sentimientos a flor de piel arrancados de raíz, dejamos de creer en la existencia de las cuerdas vocales; es como si cualquier mínimo sonido que pudiéramos emitir saliese de los pulmones directamente, convertido en aire diluido en una atmósfera cargada de desilusiones y miradas perdidas. Sonrisas de plomo y pupilas inertes, eso es lo que somos.

Este, amigo mío, es el mundo de los fantasmas perdidos en vida. Espíritus callejeros que, desatados de los sueños y la cordura que un día les pertenecieron ahora vagan, o escapan más bien, de cualquier elemento o ente que pueda pretender interaccionar con su cuerpo des-electrizado. Y si algún día tú también sientes que al caminar pesa más el suelo que tus pasos, no pienses que has encontrado tu lugar entre nosotros. La realidad es que estás totalmente perdido y eso, querida alma errante, es de por vida, si es que para entonces todavía quieres llamarla así.

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